13/5/09

Nueva Locación

Nueva Sede. Un pequeño bunker cerca de Chapultepec. Primer piso. Ventana a la calle. El lugar está sitiado por misceláneas y tienditas de la esquina que por las tardes se llenan de personajes extraños.

El día que llegue había un perro enorme en la azotea del edificio de enfrente que aullaba a la luna justo antes de que callera la primera lluvia de la temporada. Al día siguiente el perro ya no estaba y no ha vuelto. Supongo que sabe que la calle tiene nuevo dueño.

3/5/09

De Licántropos y Putas


La vida como estudiante de postgrado ofrece ventajas y desventajas. La principal desventaja es que, al menos en mi caso, representa una condena a vivir en un estado similar a la indigencia durante un par de años. La ventaja más relevante es que, (de nuevo) al menos en mi caso, la mitad de ese tiempo transcurre entre estados alterados de conciencia: privación voluntaria del sueño, danzas dilatadas hasta el trance, sobre-revolucionamiento del sistema a base de sobredosis de infusiones de cafeína, embrutecimiento de la sinapsis neuronal a través de la ingesta inmoderada de alcohol, entre otros, bastante, bastante más coloridos.

Pues bien, me encontraba hace unos días (antes de la época de antigripales y cubre-bocas) alzando el codo en el Delirio, tugurio mala-muertoso que hace de bar durante el día y antesala de putero cuando llega la noche. Estaba conmigo el Inge, compañero de maestría.

El Inge es un bebedor nato, conocedor de los congales menos recomendables y las conversaciones más inadecuadas y repulsivas. Siempre excelente compañía; sobretodo para una tarde de martes sin nada interesante que hacer.
Llevábamos más de hora y media bebiendo. Yo ya me encontraba en los umbrales de la embriaguez y el Inge ya también empezaba hablar del Peje, espurios y demás gonorreas y patrañas (señal inequívoca de que su status era de calibrado), cuando el lugar comenzó a llenarse de hembras entradas en carnes, enfundadas en ropas ajustadas que se enrollaban como chorizo mal embutido en las zonas que deberían de ser sexys.

Pensé entonces en los rincones alejados del mundo donde, cuando llega el crepúsculo, la gente aun cree ver en las tinieblas licántropos y vampiros. Pensé también en la sierra, donde por las noches, si tienes suerte y si la luna está en la posición adecuada, puedes ver nahuales y diableros recorriendo sus feudos. En la ciudad el equivalente a esas monstruosidades, adefesios en busca de incautos, son las putas de los congales del centro. No sé si sea por política o genética, pero la carne de los pobres siempre es más magra y grasosa.

En fin, la mercancía rondo por las mesas y rechace a un par de señoritas con la mayor gracia que fui capaz. Para ese entonces al Inge, bebiendo trago tras trago de whiskey de dudosa procedencia, se encontraba en un avanzado estado de deplorable inconveniencia. Después de tomarse de hidalgo un último caballito de whiskey se fue hacia el miadero dando tumbos y desapareció. Después de quince minutos de ausencia empecé a preocuparme por la salud de mi compañero. No estábamos en el mejor lugar del mundo. Un navajazo en el mingitorio es siempre un riesgo en los lugares que frecuenta el Inge cuando no tiene fondos. Cuando los tiene visita Piano Bares en busca de cuarentonas desesperadas (¿acaso no son los lugares más deprimentes del mundo?) en una especie de servicio comunitario. En fin, me paré de la mesa y fui a buscarlo. Ahora me arrepiento. Me hubiera evitado contemplar uno de esos espectáculos desagradables que en noches como éstas, cuando permaneces encerrado porque no hay cines ni bares gracias al señor influenza ronda por las calles (energúmeno azul y gigante, como el Dr. Manhattan despedazando vietnamitas) se rememoran vividas y ampulosas, irresistibles como esos dientes flojos por los que de niño, no podías evitar pasar la lengua una y otra vez aunque doliera y sangrara.


En fin, contra el lavabo el Inge, pantalones abajo, ejecutaba la antigua danza del mete y saca con una rubia mal teñida que desparramaba su celulitis estriada hacia todas direcciones con cada envestida. Carne y grasa moviéndose con la soltura de un hipopótamo fuera del agua. La imagen era aderezada por el olor a orina rancia, los jadeos de perro agonizante y el humo del hielo seco de los mingitorios. Contuve como pude una arcada de vómito y regrese a la mesa.

Al poco tiempo regreso el Inge sonriente y con la bragueta abierta. Bebí un rato más con él, aunque ya sin entusiasmo. Luego nos despedimos.

Esa noche dormí con la luz encendida y creo que hoy haré lo mismo, porque si algo saqué de esa experiencia es el comprender porqué hay amantes para los cuales el afrodisiaco más grande son todas las luces apagadas... y es porque saben que la oscuridad de alcoba suele guardar las aberraciones más grotescas que pueden ser concebidas. Peores que cualquier vampiro, diablero, licántropo o quimera de Lovecraft.